Siempre he sido famosa por mi
memoria de elefante. Lo recordaba todo, nombres y fechas, detalles, gestiones, caras...no se me olvidaba nada.
En el trabajo era capaz de
recordar el nombre de los clientes que hacía ya años que no trabajaban con
nosotros y su número de expediente.
Me bastaba ver el número de teléfono
que salía en la pantalla para saber quién llamaba. Mi memoria me hacía muy
buena en mi trabajo, y no es que peque de falta de modestia, es que era realmente buena,
(ahora lo soy pero porque he optado por apuntármelo todo).
Hacía la lista de la compra de
memoria sin tener que revisar las alacenas ni el frigorífico. Cualquier detalle
o dato, por tonto que fuera, quedaba registrado en mi cerebro.
Hasta que fui madre. En algún
momento entre el octavo mes de embarazo y el parto, mi memoria desapareció y en
su lugar dejó un cerebro de madre que a veces es un poco caótico y
desorganizado.
Y que ha dado lugar a que me pasen cosas así:
1.- Comenzar a leer un libro al
que tenía muchas ganas y darme cuenta en la página 40 de que ya me lo había leído.
2.- Bajar al supermercado a
comprar leche y volver a casa con una bolsa llena de cosas, pero sin la leche.
3.- Darme cuenta a las doce del
mediodía que la comida sigue en su tupper pero dentro del congelador y que no
la he puesto a descongelar.
4.- Darme cuenta a las diez de la
noche de que no he tendido la ropa de la lavadora que he puesto a las 4 de la
tarde.
5.- Descubrir en mi bolso una carta
que tenía que haber echado al buzón hacía una semana.
Y no sigo porque me deprimo. Lo
llevo francamente mal, antes mi cerebro era un órgano eficiente y fiable y ahora
es un poco triste pensar que si no miro la agenda, estoy perdida. Y más cuando
soy implacable conmigo misma y tiendo a exigirme el 200%.
Sólo espero que algún día regrese
mi memoria, la echo mucho de menos.