El jueves, cuando fui a recoger a
los bombones al orfanato de día, me encontré a M sólo con el pañal, tirado en
su colchoneta, leyendo un cuento. 38.7 de fiebre tenía la criatura así que me
tocó activar el código rojo para emergencias familiares y tirar de la abuela
para que se quedara con él el viernes por la mañana.
El viernes por la tarde el niño
ya no tenía fiebre y estaba como una rosa y el sábado igual, hasta que al
cambiarle el pañal por la tarde, su padre volvió a dar la voz de alarma porque
la criatura estaba llena de manchas rosas.
Aunque los que me conocen saben
que soy más bien pachorrona con esto de las enfermedades infantiles, no pude
evitar asustarme, la palabra “sarampión” se alojó en mi mente y me puse
nerviosa.
Decidí llevarle a urgencias y con
las prisas, salí con lo puesto, ni pañales, ni agua, ni toallita… ale, a la
aventura, a la aventura y rezando para que Murphy se apiadara de mí y el niño
no se cagara.
Durante la hora que permanecimos
en la sala de espera, al bombón le dio tiempo a descolocar y volver a colocar
el carro de cuentos, a hacerse los 100 metros lisos modalidad pasillo de hospital,
a apretar todos los botones de las máquinas expendedoras y a vacilarme de mala
manera haciéndome sacar unas quinientas veces de mi bolso la botella de agua
que compre.
Cuando pasamos a consulta…
digamos que era como la niña del exorcista en versión bombón. La enfermera
entre risas me dijo que le daba hasta miedo acercarse. Luego se tranquilizó y
pudieron entrar a atenderle. Por cierto, un 10 tanto a la enfermera como a la
doctora que fueron un encanto. Del otro enfermero mejor no opino que con el
ladrido que le metí ya fue servido. Casi media hora estuvieron explorándole
Al final, ni sarampión ni nada.
Exantema súbito totalmente inofensivo pero que de primeras acojona al más
pintado y el niño encantado de la vida porque cuando salimos de allí, montamos en
autobús para volver a casa.
Prueba de que el niño estaba más tranquilo que yo:
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