Que tus hijos te despierten a las 6 de la mañana pegándote en la cara con la bolsa de las piezas de construcción porque quieren jugar, cabrea.
Que después de pasarte un buen rato haciendo el moñas y cantando “A guardar, a guardar cada cosa en su lugar…” para lograr que recojan y que tu pasillo deje de parecer un campo de minas, tus hijos lleguen y vuelquen una cajonera llena de piezas de lego, cabrea.
Que te pases cocinando un buen rato y luego tus hijos te digan que las croquetas te las comes tú, cabrea.
Que mientras les estás bañando decidan que tú también debes bañarte y te lancen agua, cabrea.
Que te pongas a dormir a los dos y cuando uno de ellos está a punto de caer, su hermano le lance un peluche a la cabeza, le despierte y retomen la juerga, cabrea.
Y todo ello lo vives, contando hasta veinte en números romanos y procurando recordar que tienen 24 meses y que no saben lo que hacen. (Me niego a pensar que tan pequeños tengan ya tan mala baba).
Pero cuando llegas a casa después de un largo día, como son los míos, y te encuentres la ropa recién planchada en este estado….
No hay palabras para definirlo.
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